domingo, noviembre 04, 2012

Duerme, duerme... (1)

Soy de esos, sí: de los que dicen dormir poco, no necesitarlo, que si duermo con un ojo abierto, que si dormir es morir un poco, perder el tiempo lastimosamente, bla, bla bla... lo cierto es que cuando me abandono en brazos de Morfeo, éste me achucha de tal manera, que caigo como un tronco en mitad del oscuro bosque recóndito: con un ruido sordo, pero a plomo, inexorablemente y terminando con la vida que pille bajo su desplome letal. Me duermo, vamos, como una piedra: inerte, sin posibilidad aparente de volver a ser uno entre los vivos, desconectado de la vida y el mundo. Frito.
No pasa así con todo el mundo.
Ella, por ejemplo, duerme graciosamente. Su pecho sube y baja, y su sinusitis, aun cuando no está en flor, da pequeños respingos de aviso, de anuncio de su existencia, como pidiendo a su anfitriona que no la olvide.
Viajábamos en tren, en el extemporáneo expreso nocturno que parece de cuando aquello de "siempre sobre la madera de mi vagón de tercera". No es madera, no tanto, son sillones de skay; un departamento de 6 sillones enfrentados que nos prometen una incómoda noche a todos.

Somos seis, claro, a bordo de este departamento. Ellos cinco viajan juntos. Nerve, el padre, es un hombre tranquilo, parece seguro de que nadie le va a contradecir. Su mujer se llama algo como Cris, o Kiss, o algo parecido, no lo he oído bien. Parece no hacer demasiado caso a su marido, a quien da la sensación de respetar porque se lo prometió hace unos cuantos años, pero hoy, se nota, le quedan pocas ganas. Tiene esa clase de tristeza profunda y enraizada, que trata de disimular, inútilmente, al fin, con amabilidad. Los niños, para mí, son un misterio: no he tenido niños, no pienso tenerlos, y nunca he comprendido su mundo. No sé si es que yo nunca fui niño, pero ni me acuerdo de tener esa forma tan rara de pensar y reaccionar, ni quiero entenderla: caigo mal a los niños y a mí no me importa demasiado, ni hago nada para ganármelos. Suelen dejarme en paz y eso es la mejor forma de relacionarnos: passando each other, como si fuéramos idiotas.

Y ella. Ella... caray. Me la han presentado como su cuñada, de los dos, así que será, supongo, la mujer de un hermano de alguno de los dos. Como si se tratara de niños, no les he preguntado nada más: me interesa ella, pero me importa un bledo la relación que tenga con Nerve y Cliss, o como se llame, y menos aún con sus sobrinos, a los que espero no esté demasiado unida. Pero, maldita sea, lo está.

Suele pasarme una cosa de la que no estoy demasiado orgulloso: para conquistar a una mujer no me importa degradarme u olvidar mis principios y, como aquél, tengo otros, llegado el caso. Soy capaz de comer queso (aunque tenga que vomitar a escondidas), ver concursos en la tele (aunque tenga que vomitar a escondidas), bailar sevillanas (aunque... etc.), o, en el caso de Selena, que así se llama, si como parece, quiere mucho a sus sobrinos y les hace mucho caso, puedo hasta contarles un cuento. Es lo que he hecho: al darme cuenta de que Selena quiere mucho a sus sobrinos, me he olvidado de lo que me fastidian los niños y les he atizado un cuento para dormirles, con espectaculares resultados: he dormido a todos, no sólo a los niños.

Ha sido un cuento poco admirable, la verdad, con demasiadas concesiones al pensamiento contemporáneo correcto (multiculturalidad, feminismo, buenismo con los animales, todo ese rollo), y con poco cuidado con los detalles que dan gracia a los relatos, y más interés por el pulso narrativo, la documentación falaz y el color local. Una mierda de cuento, vamos, pero educativo en el pensamiento general, el típico cuento que aprueban los psicólogos y los didactas aficionados, que aburre a ovejas y niños, y que me ha servido para colocar palabras de muchas sílabas, dar la sensación de que soy muy culto y, en fin, dormir al personal.

Antes de caer, habíamos, más o menos, acordado que debíamos consentir al que está enfrente, que apoye sus pies en nuestro asiento, soportando, en su caso, el eventual olorcillo u otras molestias.

Para que te posiciones: los niños están uno enfrente del otro, en los asientos del pasillo. Nerve y Cuiss, o como se llame, también enfrentados, en los asientos centrales, con la triste mujer a mi lado. Selena está enfrente de mí, y ambos ocupamos los asientos de la ventana, yo de frente a la máquina y ella de espaldas al sentido de marcha. Yo, entonces, desde mi window seat facing engine, miro por la ventana el aburrido paisaje, árboles, montañitas y un sol que cayó languideciendo sin ser capaz de teñir mínimamente el horizonte. Ya sin sol desde hace un buen rato, trato de concentrarme en su luz ausente, pero latente aún como un invitado que se resiste a marcharse, en el recorte nítido de las rugosidades del horizonte, cuando noto que los delicados pies de Selena, que ejercen de frontera entre su cuñada y yo, se pegan a mi muslo y me empujan con insistencia.


Sorprendido, miro a la dueña de estos pies descarados y pujantes, pero parece dormida y estar soñando. ¿qué puede estar soñando? Seguramente sueña que está en un tren haciéndose la dormida e incordiando con los pies a un desconocido, porque la insistencia con la que pega sus pies a mi pierna, no me deja otra explicación. Cris o como se llame, la cuñada de Selena, tiene unos pies preciosos y los de Selena son casi tan bonitos como los de su cuñada, pero los pies de Kiss descansan en el regazo de su marido, lejos totalmente de mi alcance, y los de Selena, caramba, no dejan de frotarse contra mí.

Dejo caer mi mano izquierda sobre los pies que escrutan mi flanco inferior izquierdo y dejo que mi mano se asiente con delicadeza, pero firmemente, sobre su pie. Como no lo retira, decido avanzar un poco, y empiezo a acariciar suavemente su empeine. Llámame loco, pero creo advertir en ella un estremecimiento y la situación se vuelve profundamente sensual por momentos.

La caricia va, paulatinamente, convirtiéndose en franco masaje y su respiración se hace profunda y se acompasa a las presiones firmes de mis pulgares. A los selectos tironcillos sobre cada uno de los dedos de sus pies y algún leve -muy leve- suspiro se escapa de sus labios.
Cojo mi manta de viaje y la pongo sobre mi regazo, porque mi siguiente movimiento es colocar sus pies, ya sin ambages, sobre mis piernas y bajo la manta, y así poder masajearla a gusto y a fondo... y a escondidas de miradas indeseadas. Selena parece seguir durmiendo, aunque a mí me resulta ya difícil creer que mis toqueteos no la hayan despertado hace ya rato.

Sigue el tachán-tachán del tren, ritmo mecedora, y yo me atrevo a subir los pies de mi inesperada aventura ferroviaria y besarlos, mordisquear sus dedos mientras ella, ya estoy seguro, sigue fingiendo dormir.
La última frontera: no queda ya nada más íntimo entre su sustento y mi otro cerebro. Amaré, pues a esta dorable pareja con suavidad e ímpetu creciente. Acaricio y me dejo hacer, froto y la hago hacer. Las dos piezas maestras, las aladas peanas, sustentan la columna y la hacen crecer, vigorosa y vibrante, enhiesta y erecta como una manguera ansiosa por regar el jardín inadecuado. Durante veinte minutos, pierdo la noción del espacio y el tiempo, de las compañías y los inconvenientes; de los ritmos y los jadeos del tren y sus viajeros. Viajamos sin tregua, exploramos sin pausa, yo soy consciente de ella, acelero y acelero, ¡vamos en una centella!

La locomotora resopla con un suspiro estremecedor y el tren, simplemente, se deja ir, sin freno, a tumba abierta, dulce apagarse sin ton ni son.
Guardo mis razones exhaustas y un poco doloridas, dejando mi alma y mis ansias satisfechas y plenas. Sus pies, guiados por mis manos, ahora suaves otra vez, vuelven a su fronterizo estado acordado, y mi mano vuelve a acariciarlos con la delicadeza del pitillo que se enciende después de amar.
Lentamente, ella, ahora sí, se duerme. Y yo. Y despiertan los demás.
Y Nerve no me molesta y me hace gracia su pesadez; y de Cris o como se llame ya no me importa ni su pena ni sus pies. Los niños, los molestos niños, no existen en esta mañana plena de luz, de alegría y de un silencio sólo ligeramente culpable.
Porque anoche, mientras el mundo dormía, yo desperté, y ella también, aunque dormir fingía; y, qué quieres que te diga, cómo quieres que te lo explique. Nadie se siente más afortunado que yo: porque anoche, ¡ay anoche! le hice el amor a sus pies.


2 comentarios:

Mal dijo...

Ufff!!! Qué calores me han entrado!!
Y qué bien que hayas vuelto, qué alegrón tan grande!!
Pero ahora cómo y dónde escucho los programas?

Wolffo dijo...

Jajajaja, qué agradable eres siempre, Mal. Pues mira, para escuchar al reportero intrépido, audaz y golfo a la vez, mira, arriba, en la columna de la derecha, está en enlace adecuado.
Un beso gordísimo.