jueves, junio 19, 2008

Recuerdos

(Ayer me llama por la noche una voz ronca con un fuerte acento gaditano, una voz, un tono, una música que no me es desconocida pero que no consigo ubicar. Es JJV, un viejo amigo de la adolescencia... pero no de mi barrio, sino de San Fernando, Cádiz.
Nos conocimos hace 30 años, pero nos vimos por última vez, hace 25, y de repente, escuchando su voz amable y un tanto cazallera, surgieron un montón de recuerdos...)


Las cosas no empezaron bien entre J y yo. J era hijo de EJV, un compañero de promoción de mi padre. Hablamos de hace 30 años, el año 78, y mi padre y E eran dos rumbosos coroneles del cuerpo Jurídico de la Armada. Mi padre, destinado en Madrid y E, en San Fernando, Cádiz. Ambos son padres de familia numerosa, tienen bigote y ninguno de los dos es tu compañero ideal para irte de cañas, la verdad. E ha convencido a mi padre para que vayamos a veranear, como se decía entonces, a San Fernando, y en ese mes de agosto, nos disponemos a pasar un mes en un sitio del que yo solo sé que está cerca de la playa. Para mis padres está genial, claro, porque eso está lleno de marinos (y los marinos y sus familias son tendentes a agruparse en reservas), porque hay un sitio que se llama el Club Naval donde se divierten juntos padres e hijos (sí, podéis poneros en lo peor).
Cuando llegamos allí, la cosa no puede ser más descorazonadora. La casa que han alquilado para nosotros está en mitad de una especie de barrio de realojados que nos miran descaradamente, frotándose las manos, relamiéndose, cada vez que salimos de casa. Si habéis conocido familias de marinos, sabréis que somos un poco especiales. Tenemos buena pinta, como si dijéramos, a ojos del hampa en general. Un bocado fácil y apetitoso, de algún modo. Aseados, bien educados, aspecto saludable, y un poco de pinta de gilipollas que ha venido para que le engañes. La mujer del súper, por ejemplo, nos vende los sellos de 5 pesetas, a seis, por poner un ejemplo que ilustre la situación.
Bien, omitamos esta ambientación, en la que me recrearé en otra ocasión.
Decía que las cosas no empezaron bien entre J y yo. El caso es que yo no le conocía de nada y mi yo de 13 años se parecía a mi yo actual en que no veo necesario conocer a gente allí donde esté. No es que le haga ascos a la socialización, pero no necesito hacer amigos allí donde vaya. J era hijo de un amigo de mi padre, es decir, hijo de marino. Y yo, que vivía rodeado de hijos de marinos, que iba a un colegio de hijos de marinos, que estaba hasta los mismos huevos de los marinos y sus familias en general, no era partidario de que mis padres me eligieran los amigos... y menos aún entre los hijos de sus amigos.
El primer día que quedé con J la cosa fue bastante calamitosa. Yo me resistí a llamarle, porque esas cosas se me dan fatal, la verdad (sí, hola, soy el hijo de Pepe Duret, está tu hijo, que se supone que tenemos que ser amigos...?); en fin, no me apetecía un culo, pero J estaba en habiliades sociales mucho más suelto que yo, así que, sin previo aviso, se presentó en casa una tarde.
Fuimos al cine, a ver no sé que mierda, y al salir, fuimos a tomar algo. Él pidió un tinto con casera, una mezcla a la que entonces nadie llamaba tinto de verano, y en un momento de la conversación, difícil como un camino de montaña abandonado, me miró de hito en hito a través de sus gafas y me hizo una pregunta desconcertante:
- ¿Sabes de qué está hecha la gaseosa?
Era uno de esos momentos decisivos en la vida en los que uno debe tomar una postura y mantenerla, through thick and thin, por decirlo de un modo gráfico.
- ¿Sabes de qué está hecha la gaseosa? - resonó la pregunta en mi cerebro desorientado, reverberando en sus pareces como una pelota de squash de esas que no sabes cómo coño vas a devolver: ... gaseosa... osa... osa...?
Admití, al fin, mi desconocimiento de ese misterio. Ignoraba totalmente la composición de la Casera y así se lo hice saber a mi amigo obligatorio.
- Tío... no lo sé.
Y él, posiblemente consciente de la importancia de ese momento en nuestras vidas, inclinó su noble testa y me dijo:
- Gas y agua.
Sencillo. Conciso. Sin complicaciones. Sin florilegios. Al grano, como si dijéramos. La esencia del saber en dos palabras y una copulativa: gas y agua.
Envidié una cosa de J.
Su desparpajo para dotar de misterio y de un halo de sabiduría y de importancia a una nadería semejante. Podía haber pensado de él: este tío es tonto. Pero pensé: este tío tiene un morro que se lo pisa. Y con la naturalidad con la que a los trece años uno sella alianzas vitalicias, me hice amigo de J.
Desde ese verano, y luego, cuando mi padre tuvo a bien cambiar San Fernando por el Puerto de Santa María, J era mi amigo de verano. Corrimos juergas bastante principales en esos veranos fugaces y trepidantes. Me habló de T y de R, y de I, la rubia peligrosa, y recordamos juntos un montón de cosas de aquellos años.
En el verano del 84, el día antes de coger el tren que me llevaría al Puerto, estaba especialmente excitado. Por primera vez iba a ir al sur, de veraneo, con moto. El verano anterior no había tenido vacaciones, pues lo pasé cargando camiones en la fábrica de Mahou, y consiguiendo la pasta que necesitaba para mi primera gran guitarra y mi moto, una Lambretta 200 SX que decoré con faros y espejos extra, y un respaldo alto en el transportín. Estaba excitado porque J me había dicho que él también tenía moto y ese verano íbamos a arrasar con las titis, con toda seguridad.
Ese verano, que iba a ser el mejor verano de J y mío, nunca fue. Es más, fue el peor de mi vida. Porque yo iba a salir de noche, en tren, el expreso, en coche-cama, que se llamaba entonces, con la moto en el furgón de cola. Pero nunca llegué a salir. Por la mañana, mientras me despedía de mi novia de la mejor forma que el mundo ha inventado, recibí una llamada de M, mi hermano pequeño, contándome lo del accidente de mis padres. No quiero hablar de eso, hoy, que ya lo he tratado en otras ocasiones, pero es curioso...
Ayer, cuando hablaba con J me di cuenta de cómo afectan estas cosas al devenir de uno y a sus amistades. El no pasar ese verano con J, los dos con moto, nos separó definitivamente, y hasta ayer no había vuelto a saber nada de él. Sus apellidos son conocidos por todo el mundo, pues diversos familiares suyos han ocupado cargos de responsabilidad en los últimos 20 años y, cada vez que oía, en la tele, en la Radio, cada vez que veía sus apellidos impresos en el titular de un periódico, me acordaba de J en plan: ¿Qué estará haciendo este tío...? pero luego el recuerdo se desvanecía con una sonrisa fugaz.
Ayer, sin embargo, me llamó, el tío. Al parecer, se encontró con mi hermano J, el mayor. J, tío, qué cantidad de recuerdos.

Nos debemos un verano en moto, ¿eh?